jueves, 20 de septiembre de 2007

Primera historia: El pelado a la fuerza

En el último post relaté una inesperada conexión entre mi vida de disc jockey y este blog. Por eso, -y teniendo en cuenta que hace más de quince años que trabajo como disc jockey ambulante- desde hoy voy a contar algunas pintorescas historias de mi paso por celebraciones ajenas.


Hablemos de una fiesta de quince. Una en particular, aunque no recuerdo bien cuándo fue ni exactamente dónde. De esto debe hacer unos diez años. Fue en un salón enorme en un barrio pobre, lleno de gente apretujada entre largas filas de tablones con manteles de papel. Hacía calor. El lugar estaba mal iluminado con fluorescentes, muchos de los cuales parpadeaban o no se prendían. Muy temprano, a eso de las ocho y media, empezaron a aparecer los invitados. Gente de una humildad desconsoladora: los hombres venían con jeans raídos, camisa hawaiana y zapatillas, y las mujeres traían unos trapitos pasados de moda, imposibles de combinar y comprados en tiendas de usados. Cada adulto era acompañado por un séquito de niños gritones e hiperactivos. Cuando reparo en estos detalles (la vestimenta, el número de niños), pongo en evidencia una mirada desde cierta clase social: en las fiestas de clase media o media- alta, los invitados se visten de acuerdo a la ocasión. Se arreglan el pelo con un coiffeur; se hacen trajes a medida y sus pocos hijos son educados, apáticos y neuróticos. Aquí nada de eso parecía ocurrir.

En esta reunión, desde temprano, se evidenciaron dos síntomas potencialmente peligrosos: desorganización completa, y cerveza que comenzó a correr sin control. Tampoco faltó la troupe de adultos jóvenes (tíos, primos y amigos de los tíos y los primos) cuyos miembros entraban al salón tempranito tambaleándose y con fuerte olor a alcohol.

Por lo general, los niños y la troupe de primos precozmente borrachos son un dolor de cabeza para el disc jockey. Los niños corretean entre los cables del equipo y arriesgan su vida, sin que ningún adulto se haga cargo de ellos (ni siquiera cuando se tropiezan, caen y lloran). Los primos beodos se plantan junto a la consola de sonido y se autoproclaman consejeros musicales: dictaminan con voz avinagrada la música que, de manera obligatoria, hay que poner (es curioso que siempre piden cumbia romántica de los años ochenta que sólo ellos conocen). Es difícil negarse amablemente a cumplir con los exhortos, sobre todo porque está en riesgo la vida del disc jockey. La situación se hace insostenible si este periplo de peligrosos borrachines empieza su prédica pro- cumbia romántica desde bien temprano. El joven y beodo tío se siente con derecho a dirigir la orquesta, a veces desenfundando el falaz argumento “mi hermano te paga para que hagas lo que yo te digo”.

En este difícil clima comenzó la fiesta a la cual quiero referirme. A las diez de la noche la homenajeada aun no había llegado, pero el salón estaba colmado de invitados: unas doscientas personas. Cálculo estimado: sesenta parientes (incluyendo los alegres tíos y primos), treinta compañeros de curso y ciento diez niños. Andá preparando el tema de entrada, dijo el fotógrafo, porque parece que ahí viene. Diez y cuarto entran, papá y quinceañera, con el tema My heart will go on, de Céline Dion. La niña lleva un vestido rojo furioso, y el padre tiene un traje negro, zapatos negros, camisa negra, corbata negra y sombrero negro. Del bolsillo pectoral de su saco se asoman un pañuelo blanco y una flor roja. En su sonrisa muestra un diente de oro. Entran con rapidez entre el ruidoso descontrol de la multitud que se abalanza para saludarlos.

La obligada comida en estas reuniones es el asado. Un asado multitudinario, bien preparado y exquisito en el que no faltan los chinchulines, la entraña y los riñoncitos. Inmediatamente después del saludo a la quinceañera, todos -excepto los niños, que no paran de corretear, golpearse y llorar- se sientan y esperan la cena en medio de un bullicio impresionante. El padre, después de saludar a los invitados, se acerca a mí y me estrecha la mano. “Hola, Jorge, ¿todo bien? ¿Pudiste armar el equipo sin problemas? ¿Te traigo una birra?”. Le digo que no, que prefiero coca cola. Me trae una gaseosa de marca desconocida, un plato de plástico con cubiertos descartables y una generosa porción de vacío con chimichurri.

En todas las fiestas, hay algunos personajes típicos. Uno de ellos es el entendido. El entendido se acerca al equipo, lo mira de arriba abajo, hace gestos de aprobación o de crítica y dice, por ejemplo, “tenés una compactera denon 2000 f mk3 que se la compraste a Arlenghi”, para demostrar que conoce bastante del asunto. Acto seguido desenfunda una conversación poco interesante e incluso hostil. Yo lo sé porque también soy disc jockey, dice para empezar. El entendido cree que se gana mi confianza si me da este dato irrelevante; cree que hay códigos que sólo los trabajadores del mismo rubro pueden compartir y entender. Pero después de esa insípida declaración, comienzan la hostilidades: el entendido compara su equipo de sonido y sus habilidades con las mías “Vos tenés una denon 2000 f mk3 importada de China. La mía es mucho mejor, porque me la trajeron de Estados Unidos”; “Yo recién te escuché cómo hiciste el enganche; a mí me sale mejor porque yo espero el golpe de la batería y recién ahí mando el otro tema”. A esta clase de entendidos insoportables se los puede cortar con una sola pregunta: “Che, pero si tu equipo es tan bueno y vos sos tan hábil, ¿por qué no te contrataron a vos?”.

Otro personaje de las fiestas, mucho más simpático aunque no menos peligroso, es el confidente. Siempre hay alguien que cuenta las intimidades de los presentes, con un artero aire de complicidad. “El asado se lo regaló el abuelo porque trabaja en un frigorífico”; “El vestido de la pendeja es el mismo que usó una prima en su fiesta de quince. Lo que pasa es que los padres no tenían plata para comprar uno nuevo”. “¿Ves la gorda esa? Esa anda caliente conmigo. Ahora se hace la ortiva y no me da bola. Pero ya la voy a agarrar cuando se ponga bien en pedo”.

Aquella noche, mientras el confidente, el entendido, algún primo borracho y varios niños se habían acodado frente a mi equipo como si fuera la mesa de un exótico bar, se acercó el padre de la quinceañera y le dijo algo al confidente. “¿qué pasa que los García no vienen?” El entendido respondió: “Juan dijo que iba a buscar el vino a la distribuidora”. “Que se apuren estos boludos”, dijo el padre con impaciencia, “porque ya sale el asado y no tenemos con qué regarlo”.

Algunos comensales estaban como locos porque -por lo que pude entender- los García tenían que traer el vino y todavía no habían llegado. Vamos a buscarlos, se sugirió entre gritos alborotados. Los mozos trajeron asado, ensalada, chinchulines, chorizos, soda, gaseosas, cerveza pero ninguna botella de vino. Mientras la mayoría cenaba y se quejaba por la ausencia del tinto, una cuadrilla de hombres desorbitados salió del salón. Los hombres desaparecieron quince minutos y volvieron despeinados y con las camisas rotas.

Lo que ocurrió en ese ínterin me lo contó luego el confidente, quien había participado de la caravana. “Fuimos a buscar a los García, que viven al lado de la casa de la quinceañera. ¿Sabés dónde estaban los hijos de puta? Aprovecharon que todo el barrio está acá para entrar a afanarles. Cuando llegamos, estaban sacando el televisor entre dos, el padre y el hijo.”

El relato continuaba. “Los recontracagamos a trompadas. Nosotros éramos quince, y ellos eran cuatro. Les rompimos todos los huesos; entramos a su casa y les afanamos los muebles, el grabador, la video, la heladera, la tele. Lo que no pudimos afanar se lo hicimos pelota. Lo único que le dejamos sano fue el cochecito del bebé.”

Uno de los niños que había participado de la contienda relató algo que me causó una profunda impresión: “A Abelito García lo dejaron pelado de tanto pegarle”. Quise imaginar de qué manera un golpe puede arrancar cabellos -todos los cabellos-, pero hasta el día de hoy no consigo hacerlo.

El resto de la fiesta transcurrió sin problemas memorables. Después del asado bailaron el vals y luego, hasta las siete de la mañana, se movieron al ritmo de Sombras, Gilda, Antonio Ríos, Sebastián y Gary. El amanecer gris y mi extremo cansancio fueron apenas compensados por las palabras del padre de la quinceañera, a esa hora ya sin saco, con la camisa desabotonada y el sombrero ausente:


- Muy bueno, Jorge. Vení que te pago. Ah, sobró un montón de asado, ¿no querés llevarte algo?

16 comentarios:

Soy yo dijo...

Excelente relato, tanto que me parecía estar allí.
Son códigos diferentes, nada más.
Pero al final pagaron y hasta convidaron, pero no "sobras" sino comida.
Muchos saludos,

The Bug dijo...

Jorge, leí todo el relato con la expresión "disk jockey ambulante" dándome vueltas en la cabeza.
Me imaginé a otro tipo de disk jockey, que no es ambulante sino que normalmente encierra a unos 80 o 90 tipos en su piecita en la casa de los viejos y les pasa música durante horas.
Aunque no se, tal vezm existen, que se yo, no soy del gremio ni tengo una no se que 2000.

gabrielaa. dijo...

Lo que no pudimos afanar se lo hicimos pelota. Lo único que le dejamos sano fue el cochecito del bebé (...) y a Abelito García lo dejaron pelado de tanto pegarle.

grandes carcajadas nocturnas

Anónimo dijo...

El relato es muy, muy bueno. Calculo que para un disc jockey, el entendido debe ser tan insoportable como aquel que se te para al lado de la parrilla y te empieza a decir: "Ah! vos no usás carbón?", o "Yo al pedazo de vacío ese lo pondría un poco más cerca del fuego porque no se te va a hacer...". Insoportables.
Sólo tengo una pregunta para hacerte, Jorge: en las fiestas de clase media-alta se mantienen los mismos personajes arquetípicos de esta que nos contás o cambian por completo? Es decir, me imganino que tal vez no te pidan tanta cumbia romántica, o que no hay tantos chicos, pero existe el confidente, el entendido, el pariente insoportable? Pregunto, nomás.

Sole P dijo...

Imagino las fiestas de clase medio-alta más organizadas, mejor decoradas, alimentadas, regadas... Pero Miguel Conejito, Gilda, Sebastián y todos esos no faltan, y mucho menos los típicos personajes; las venganzas serán tal vez con un poco más de disimulo, odio, estrategias...

Sole P dijo...

Ahh, me encantó el relato!!!!

Chinita Jodida dijo...

Excelente como siempre!

Tengo épocas en que no se necesita mucho mas que un movimiento brusco para que se me caiga el pelo. Y pegarle hasta dejarlo pelado, supongo que vendrá por ese lado...

Jorge Mux dijo...

The Bug: la contrapartida de un disc jockey ambulante es "disc jockey residente", que viene a ser el pinchadiscos de un boliche. La imagen que usted me da de un hombre (me lo imagino cuarentón, sin novia y muy protegido por su madre) haciendo una fiesta en el cuartito de su casa es una buena contrapartida del disc jockey ambulante, pero los disc jockeys residentes seguramente se revolcarán en sus tumbas leyendo su sugerencia.

Juan: los estereotipos se conservan en casi todas las fiestas.

Hélico, el Misterioso dijo...

Vengo a visitarte para revelarte el misterio de un hijo de puta.

Juan Ignacio dijo...

Jajajja! Terrible. Me hace acordar a ciertos personajes amigos de amigos como uno que una vez, borracho, defecóse encima. Lo más cómico es que , estando aún en ese estado, terminó besuqueandose con una mina.

Teyible...

Anónimo dijo...

aaah por dios...que descripción! me quedé con ganas de saber más...me tendria que hacer amiga del confidente.
MUy buenoo!

Ana dijo...

Te he escogido para recibir el premio del Blog Solidario porque creo sinceramente que cumples con los requisitos necesarios para ello.

Mantis dijo...

Adhiero a The Bug. Eso de DJ ambulante me hizo pensar en un equivalente sedentario, que pasa música de manera formidable, pero siempre desde su casa, donde se siente mucho más a gusto. Cobra fortunas, y la gente saca turno para bailar a su ritmop, haciendo colas como en un parque diversiones, a la entrada del tren fantasma.

Por otro lado, hoy en día cobrar en asado es negocio. Son como petrodólares pero que suben más rápido de valor pese a su caducidad temprana.

Amperio dijo...

Le agradezco, compañero. Su relato me hizo revivir un ambiente que conozco más de lo aconsejable. Y estoy de acuerdo con el Mamboretá aunque, creo, hoy en día es mejor cobrar en papas que suma a su valuación alta la ventaja de la caducidad lenta.

UAP, mi cuate.

yerbanohay dijo...

Claro, los garcia no habian comido, por eso sobro el asado, se lo llevo usted? yo que ud, habria aceptado, nunca me niego a esas propuestas.

Anónimo dijo...

Muy buena descripción, triste como la realidad real realiti...
No se si sería más patético ponerse unos anteojos "SuarVision" (de mi invención!) y ver en la morocha fea a Julieta Díaz, al hecho percha por el paco a Fabio Posca, al turro puntero como Fabián vena, etc.