
Un matemático es un ciego en una habitación oscura que busca un gato negro que no está allí.
(Charles Darwin)
Las matemáticas convierten lo invisible en visible
Las matemáticas convierten lo invisible en visible
(Keith Devhin)
Francisco Euler ha trabajado como relojero toda su vida. No tiene conciencia de la enredada trama mecánica que envuelve sus engranajes. Tampoco conoce los goznes y poleas del mundo. Ni los relojes, ni lo que está fuera de ellos pasa por su mente. Lo único que sabe es que él puede reparar algo que cae en sus manos. Lo toca, lo toca muchas veces, lo abre, lo desarma, lo raspa, lo sopla, le cambia algo, lo sigue palpando y descubre –tocando- que ha vuelto a andar. Es ciego y ha sido ciego toda su vida.
Francisco Euler arregla los relojes como el más perfecto artesano. Sin embargo no conoce la estructura de los relojes ni del tiempo. No conoce la estructura del mundo. Sólo conoce una vasta interioridad limitada por los poros de su piel: su mundo mental se constituye de representaciones táctiles. A pesar de la ceguera, su tacto supera con creces cualquier discapacidad.
El profesor Nereo Rodríguez conoce a Francisco Euler y lo quiere presentar en la universidad como un caso excepcional de conocimiento intuitivo. Lo curioso de Euler es que no dice ser un relojero. “No trabajo con relojes. Trabajo con matemática”. Nereo Rodríguez le consigue una entrevista con los decanos de la universidad.
El día de la entrevista los decanos esperan a Euler vestidos de riguroso traje y corbata. A la hora estipulada se escucha un murmullo en el pasillo y Euler ingresa, totalmente desnudo, al aula magna. Un ordenanza llega corriendo, cubre a Euler con una toalla y se lo lleva a los empujones. Nunca más lo dejan entrar.
¿Cómo hace un ciego una demostración matemática? La puede hacer para sí mismo, representándose las cantidades o las figuras. Pero, ¿cómo se representa para sí mismo? ¿mediante números arábigos? Él no puede tener la impresión visual de un número: no tiene la menor idea de lo que es “2”.
Tampoco puede hacer demostraciones geométricas en un pizarrón o sobre un papel. Si dibuja un triángulo en el pizarrón, luego no puede trazarle bisectrices o marcarle sus ángulos. Tampoco tiene una imagen visual de triángulo: sólo posee una imagen matemático – táctil.
Para ser matemático ciego, entonces, hay un solo camino: dibujarse las figuras en el cuerpo. Sólo por correspondencia con el roce de la tiza en la piel, Euler puede saber dónde están los vértices y los segmentos. No puede entender, representar ni mostrar a otros las relaciones entre magnitudes si no tiene la fuerte impresión táctil de la abstracción matemática rozándole la piel. Por eso, necesita estar desnudo para hacer su demostración.
Su memoria táctil le permite recordar exactamente por dónde pasó la tiza sobre su estómago; dónde terminó de trazarse la figura y dónde se unieron los segmentos que la forman. La huella mental sobre su piel tiene aun mayor fuerza que una imagen visual para un no-ciego.
Cuando Euler aprendió a contar, lo hizo golpeándose la muñeca izquierda en un sector específico del brazo derecho. Eso significaba “uno”. Otro pequeño golpe en la muñeca, un poquito más arriba, significaba “dos”. Así, su sistema decimal (cuyas diez cifras terminaban casi a la altura del codo) consistía en el recuerdo de una pequeñísima sensación de dolor en un sector muy preciso de su brazo. “21”, por ejemplo, no es una figura visible, sino el recuerdo de dos pequeños dolores consecutivos: el del dos y el del uno.
Después de un terrible accidente, Euler perdió su antebrazo derecho a la altura del codo. Simultáneamente, perdió su capacidad de contar. Los números dejaron de ser mostrables; sólo eran un vacío recuerdo de pequeños dolores y la asociación mental de un sonido. “Dos”, dicho en voz alta o pensado, no es lo mismo que “la sensación en el sector del brazo que corresponde a dos”.
Pero después de perder su brazo, se le reveló una verdad matemática fundamental. Comenzó a sentir dolores en el brazo que ya no tenía. Su dolor era, por ejemplo, un fuerte 983, mas la suma de otro dolor (otro número) desconocido. En otras palabras: le dolían las partes del antebrazo que ya no tenía, más una parte que nunca había tenido. Ese dolor anatómicamente imposible era, para él, el número fantasma. Su matemática fantasma consistía en operaciones hechas con un volátil elemento: el recuerdo de (la sensación de dolor que significan) los números transformados (matemáticamente) con otras sensaciones de dolores desconocidos. “Me quitaron un brazo real (cuyos números son finitos) y me lo cambiaron por un brazo fantasma (cuyo número es infinito)”
“Todos los números pueden convertirse en el número fantasma, y él se convierte en todos. La operación fantasma es la más complicada y la más simple”, dijo Euler pocos días antes de morir. En sus últimos días había relacionado el número fantasma con algo divino (era inevitable), y a través de sus transformaciones y combinaciones pretendía haber descubierto todas las verdades del mundo. Pero esas verdades estaban escritas en difusos caracteres táctiles; en sensaciones intraducibles y en operaciones que combinaban dolores posibles, dolores reales y dolores fantasma. Su obra, de una necesaria originalidad, se perdió para siempre con su muerte. Las últimas horas de vida, Euler las pasó agitando su brazo izquierdo, imitando los movimientos que realizaba cuando era relojero.
Francisco Euler ha trabajado como relojero toda su vida. No tiene conciencia de la enredada trama mecánica que envuelve sus engranajes. Tampoco conoce los goznes y poleas del mundo. Ni los relojes, ni lo que está fuera de ellos pasa por su mente. Lo único que sabe es que él puede reparar algo que cae en sus manos. Lo toca, lo toca muchas veces, lo abre, lo desarma, lo raspa, lo sopla, le cambia algo, lo sigue palpando y descubre –tocando- que ha vuelto a andar. Es ciego y ha sido ciego toda su vida.
Francisco Euler arregla los relojes como el más perfecto artesano. Sin embargo no conoce la estructura de los relojes ni del tiempo. No conoce la estructura del mundo. Sólo conoce una vasta interioridad limitada por los poros de su piel: su mundo mental se constituye de representaciones táctiles. A pesar de la ceguera, su tacto supera con creces cualquier discapacidad.
El profesor Nereo Rodríguez conoce a Francisco Euler y lo quiere presentar en la universidad como un caso excepcional de conocimiento intuitivo. Lo curioso de Euler es que no dice ser un relojero. “No trabajo con relojes. Trabajo con matemática”. Nereo Rodríguez le consigue una entrevista con los decanos de la universidad.
El día de la entrevista los decanos esperan a Euler vestidos de riguroso traje y corbata. A la hora estipulada se escucha un murmullo en el pasillo y Euler ingresa, totalmente desnudo, al aula magna. Un ordenanza llega corriendo, cubre a Euler con una toalla y se lo lleva a los empujones. Nunca más lo dejan entrar.
¿Cómo hace un ciego una demostración matemática? La puede hacer para sí mismo, representándose las cantidades o las figuras. Pero, ¿cómo se representa para sí mismo? ¿mediante números arábigos? Él no puede tener la impresión visual de un número: no tiene la menor idea de lo que es “2”.
Tampoco puede hacer demostraciones geométricas en un pizarrón o sobre un papel. Si dibuja un triángulo en el pizarrón, luego no puede trazarle bisectrices o marcarle sus ángulos. Tampoco tiene una imagen visual de triángulo: sólo posee una imagen matemático – táctil.
Para ser matemático ciego, entonces, hay un solo camino: dibujarse las figuras en el cuerpo. Sólo por correspondencia con el roce de la tiza en la piel, Euler puede saber dónde están los vértices y los segmentos. No puede entender, representar ni mostrar a otros las relaciones entre magnitudes si no tiene la fuerte impresión táctil de la abstracción matemática rozándole la piel. Por eso, necesita estar desnudo para hacer su demostración.
Su memoria táctil le permite recordar exactamente por dónde pasó la tiza sobre su estómago; dónde terminó de trazarse la figura y dónde se unieron los segmentos que la forman. La huella mental sobre su piel tiene aun mayor fuerza que una imagen visual para un no-ciego.
Cuando Euler aprendió a contar, lo hizo golpeándose la muñeca izquierda en un sector específico del brazo derecho. Eso significaba “uno”. Otro pequeño golpe en la muñeca, un poquito más arriba, significaba “dos”. Así, su sistema decimal (cuyas diez cifras terminaban casi a la altura del codo) consistía en el recuerdo de una pequeñísima sensación de dolor en un sector muy preciso de su brazo. “21”, por ejemplo, no es una figura visible, sino el recuerdo de dos pequeños dolores consecutivos: el del dos y el del uno.
Después de un terrible accidente, Euler perdió su antebrazo derecho a la altura del codo. Simultáneamente, perdió su capacidad de contar. Los números dejaron de ser mostrables; sólo eran un vacío recuerdo de pequeños dolores y la asociación mental de un sonido. “Dos”, dicho en voz alta o pensado, no es lo mismo que “la sensación en el sector del brazo que corresponde a dos”.
Pero después de perder su brazo, se le reveló una verdad matemática fundamental. Comenzó a sentir dolores en el brazo que ya no tenía. Su dolor era, por ejemplo, un fuerte 983, mas la suma de otro dolor (otro número) desconocido. En otras palabras: le dolían las partes del antebrazo que ya no tenía, más una parte que nunca había tenido. Ese dolor anatómicamente imposible era, para él, el número fantasma. Su matemática fantasma consistía en operaciones hechas con un volátil elemento: el recuerdo de (la sensación de dolor que significan) los números transformados (matemáticamente) con otras sensaciones de dolores desconocidos. “Me quitaron un brazo real (cuyos números son finitos) y me lo cambiaron por un brazo fantasma (cuyo número es infinito)”
“Todos los números pueden convertirse en el número fantasma, y él se convierte en todos. La operación fantasma es la más complicada y la más simple”, dijo Euler pocos días antes de morir. En sus últimos días había relacionado el número fantasma con algo divino (era inevitable), y a través de sus transformaciones y combinaciones pretendía haber descubierto todas las verdades del mundo. Pero esas verdades estaban escritas en difusos caracteres táctiles; en sensaciones intraducibles y en operaciones que combinaban dolores posibles, dolores reales y dolores fantasma. Su obra, de una necesaria originalidad, se perdió para siempre con su muerte. Las últimas horas de vida, Euler las pasó agitando su brazo izquierdo, imitando los movimientos que realizaba cuando era relojero.